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“Estoy dispuesta a luchar, porque sé que lo que yo haga
va a ser un ejemplo para muchas mujeres”.

 

 

 

Lo primero que hace Heidi Johanna Rojas al levantarse es sintonizar la radio. “Esto se lo debo a mis padres”, explica mientras prepara el primer tinto de la mañana. Al sonido de la música se le suman los cacareos de los pollos de la familia, que revolotean alrededor de la casa en búsqueda de las sobras de la cena de ayer. Las manos de Heidi presentan las durezas de quien ha trabajado mucho la tierra, pero aun así trazan movimientos gráciles mientras preparan el tinto y el caldo matutino, casi de manera inconsciente. Es temprano, huele a café y en radio Mariquita suena cumbia colombiana.

 

Heidi vive con su familia en una finca de la vereda La Cabaña, en el municipio de San Sebastián de Mariquita, al norte del departamento de Tolima. La familia compró el terreno en 1992, tiempos en los que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) dominaban el territorio. Antes tenían una tienda en Bogotá, pero su padre se cansó de las  duras condiciones en las que vivían en la ciudad y quiso apostar por el negocio de una finca en el campo. “Por aquel entonces, se molía mucha caña aquí. Esto es zona panelera”, recuerda Heidi. Para llegar a La Cabaña hay que subir en Jeep por un camino agreste durante más de una hora. Algunos vecinos dicen que la carretera consta como asfaltada en los planos municipales, pero que los recursos destinados a arreglarla fueron desviados por políticos y administradores corruptos. A pesar del traqueteo el trayecto no se hace pesado, unas cortinas inmensas de texturas de cientos de verdes amenizan el trayecto. La economía de la vereda se basa en la agricultura, sobre todo en el cultivo de caña para producir panela. Heidi se conoce el proceso de memoria, pues desde niña se vio obligada a trabajar en él. Su padre murió cuando ella tenía 14 años.

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Heidi y su madre trabajan juntas en el campo.  | Imágenes: Elena Bulet

Liderazgo y autonomía para las mujeres con sabor a guacamole

“El campo es muy bonito por su tranquilidad. Pero, así como se vive de tranquilo, así es de tranquila la economía”, ironiza Heidi. Tanto ella como su madre, la señora María, llevan décadas jornaleando para poder comer. “Siempre he trabajado en lo que sea. Yo empecé empacando panela en la enramada. Luego cortaba caña, la metía en el trapiche, hacíamos contratos...”. Por ser mujeres, su salario es más bajo que el de los hombres. Muchas veces, la única opción que tienen para tener una estabilidad económica es la de encontrar marido y crear un hogar. Así lo hizo Heidi, aunque eso no le ha hecho desistir de luchar por un cambio: “Yo quisiera ver muchas mujeres de acá trabajando. Tener una economía mejor.


Que no tuvieran que irse. Algún día vamos a poder ir a trabajar y volver a la casa con un sueldo”. El tono de voz de Heidi es suave y a veces monótono, por lo que no siempre es fácil interpretar sus emociones. Pero su mirada transmite la intensidad de lo que cuenta.

El Aguacatal. Una fuente de empoderamiento colectivo

 

- ¿Puedo moverle estos platos? —le dice doña Georgina a la señora María—.  

- ¡Sí claro, haga lo que tenga que hacer!  

- ¿Qué peso tenía el aguacate? —pregunta Natalia—. Dependiendo del peso del  aguacate irán los otros ingredientes.  

- Hay que aprender a lavarlo —indica doña Georgina, que confiesa haber estudiado  para ser chef. Luego se vino al campo y lo dejó, pero todavía conserva la destreza y  la autoridad para dirigir una cocina—. 

 

La cocina de la señora María está repleta de actividad. Producir guacamole es una tarea  que requiere de varias acciones precisas y no todas las asistentes conocen la receta. Solo  las que la inventaron e iniciaron la constitución de la asociación de mujeres la conocen. Esta  tarde también deben discutir los estatutos de su organización. Heidi hace días trabaja en los  documentos. "Yo era una de las que pensaba que no era necesario que las mujeres se  organizaran. Pensaba que podía hacer sola las cosas, porque en las asociaciones surgen  más conflictos… Pero en estos momentos me doy cuenta de que sí, de que la unión hace la  fuerza. Y más siendo mujeres. Nosotras tenemos un impulso que el hombre no tiene, somos  más apasionadas en lo que hacemos. Le metemos el alma”, declara.  

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Las mujeres de la asociación preparan el guacamole.  | Imagen: Elena Bulet

Con ganas de propiciar un cambio, Heidi describe su nueva iniciativa: “Si hoy tenemos un  kilo de aguacate, por caro nos lo pagan a 1500 pesos (0,34 euros) siendo de primera  calidad. Si es de segunda a la mitad y si es de tercera, a la mitad de la mitad. Es mejor ya ni  llevarlos, porque toca pagar el precio del transporte hasta el pueblo y a veces allí le tiran a  uno la fruta”. Heidi Johanna no dejó un instante de hacer números y de pensar cómo podía  comercializar el aguacate de la finca de su madre. “Es por eso que siete mujeres de la vereda hemos optado por tratar de procesar aguacate. Queremos transformarlo en distintas  variedades de guacamole”, explica. Sus ojos almendra brillan de emoción. Hace un año que  las siete mujeres se unieron y aunque ya tienen la receta y han participado en distintos  eventos para dar a conocer su producto, todavía se encuentran en vías de constituirse  como asociación. “Vamos lentas, porque todo cuesta. Pero es algo que se nos metió en la  cabeza y pues vamos a ver si logramos sacarlo. Esperemos que con esto logremos apoyar  los hogares y a nosotras mismas para un mejor futuro", afirma Heidi. 

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El Aguacatal tiene una variedad picante. | Imagen: Elena Bulet

Cuando las mujeres se reúnen generan su propio espacio de empoderamiento. Comparten sus respectivas realidades y entre todas se ayudan para salir adelante. Distintas generaciones de mujeres llenan la cocina de la finca de la señora María, todas unidas por un mismo propósito: El Aguacatal. Así se llama el guacamole que producen.


La luz blanca que se filtra por uno de los pocos ventanales de la habitación enmarca cada movimiento de las cocineras. Aunque durante la sesión solo elaboran cinco bolsas de guacamole, el objetivo del encuentro es enseñar a las mujeres interesadas cómo se prepara y también discutir los documentos formales de la asociación. Heidi actúa de moderadora y conduce la reunión para tratar todos los aspectos urgentes. Explica que la idea es formar una empresa entre ellas, pero que va a ser complicado conseguir los recursos. También  hace énfasis en que en la asociación solo haya mujeres.  

 

- En el hogar, quiera o no quiera, uno siempre va a tener que comentar con la pareja.  Pero en las decisiones que se tomen en la asociación, no se va a tener en cuenta ni  la voz ni el voto del hombre —manifiesta Heidi con firmeza—.  

- Yo trabajo y entro mis recursos a mi casa. Lo de la asociación lo hago como  

independiente. Yo digo blanco, porque es blanco. Ya tomé la decisión y se la  

comunico a mi pareja —afirma Natalia, la hija de Georgina—.  

- Yo no aporto recursos a la casa, pero no soy de pedir permiso. Yo me mando sola  —explica Mónica, la cuñada de Heidi—.  

- Yo en mi casa tampoco aporto, porque lo poquito que consigo es para mí. Pero en  mi hogar la cosa es distinta. Yo estoy interesada y en la asociación mi compañero no  va a tener ni voz ni voto. Pero tengo que hablar con él y ver si está de acuerdo. No  puedo tomar esta decisión sola —argumenta Jéssica, una de las mujeres nuevas.  

 

 

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Las mujeres de la asociación marcan las variedades de guacamole y discuten los documentos formales.  | Imágenes: Elena Bulet

Natalia bromea al explicar cómo hace las cosas en su casa y la manera como resuelven los  conflictos con la pareja. Todas ríen, el carácter beligerante de Natalia combina bien con su  sentido del humor. “Necesitamos mujeres berracas que se quieran unir”, las anima ella. Ser  ‘berraca’ es una expresión del lenguaje popular colombiano que se usa para decir que una  persona es muy luchadora. Que tras las dificultades que ha tenido en la vida es “una  persona echada para adelante”, define Heidi.  

 

 

Memorias que no son fáciles de narrar


Heidi es una de esas mujeres berracas. Ha luchado mucho para mejorar la vida de las mujeres en la vereda. También tiene dos hijos, y ser un ejemplo para ellos es el principal impulso para buscar el cambio. Ella misma impulsó la idea de que otras personas adultas de la vereda tuvieran la posibilidad de estudiar el bachillerato los fines de semana y así evitar que se perpetúen los mismos roles sociales que ella vivió. Por eso los sábados Heidi regresa al colegio de su infancia. Su hijo la lleva en la motocicleta, uno de los transportes  más comunes de La Cabaña. 

 

Pero no siempre es fácil volver a la escuela. Pasearse por el patio le trae recuerdos de  cuando ella era más joven. Memorias que no siempre son fáciles de volver a narrar. En el  2000 llegaron los paramilitares a la vereda. Se trataba del Frente Omar Isaza, perteneciente  a las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (ACMM). Tal y como explica el portal  Verdad abierta, una de las formas de coerción de los paramilitares era obligar a las  comunidades a acudir a reuniones, donde buscaban infundirles temor hasta tal punto de  que los pobladores se percibieran como futuras víctimas y optaran por tenerles lealtad. 

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Heidi en el colegio de su infancia. | Imagen: Elena Bulet

“Estábamos todos acá reunidos cuando llegó la camioneta. El muchacho venía bastante  aporreado de antes. Era un chico de por acá de la vereda. No sabíamos si era o no cierto,  pero la madrastra decía que había tratado de abusar de ella. Los paramilitares se  consideraban los encargados del orden, aunque en esta vereda no se les tenía mucho  miedo o respeto. Ese día arrastraron al chico, lo llevaron hasta la entrada y le dieron un  disparo en la cabeza delante de toda la comunidad”, explica Heidi con tristeza. A 

continuación, señala una parte del suelo un poco agrietada: “El piso está ya muy gastado,  pero durante mucho tiempo se podía ver la marca del disparo”.  

 

Años después de que los paramilitares del Frente Ramón Isaza llegarán a la vereda,  acusaron a Heidi: "Yo salí desplazada en el 2005. Me hicieron ir de mi casa porque decían  que teníamos que ver con la guerrilla”, narra Heidi. Desde hacía unos años Heidi vivía con  su pareja y los padres de él. A medida que avanza en su historia, su suave tono de voz se  entrecorta. Heidi se fue para Bogotá con su hijo Tomás y allí se encontró con su pareja, a  quien habían desplazado antes. “Mi estadía en Bogotá fue dura. Me tocaba trabajar y dejar  al niño con personas que me lo cuidaran, pero que en realidad me lo maltrataban. Entonces  también me separé del papá del niño”. Durante el tiempo que estuvieron juntos, Heidi  explica que su pareja la maltrataba y que esta realidad ocurre en muchos hogares de la  vereda, pero que es muy duro imponerse, porque dependen económicamente del hombre y  además sienten una gran responsabilidad por el futuro de sus hijos.  

Superar el miedo para contar la historia 

 

Heidi pasea con su madre hasta una loma, desde donde se pueden contemplar otras  veredas. Durante el camino, ambas identifican las enfermedades de las plantas. Se paran a  examinar el cacao, las ramas de los árboles… Hace ese sol que lo baña todo en oro y el  cielo está despejado. El campo donde llegan es idílico. Los ojos no consiguen abarcar todo  el paisaje que ofrece el lugar.

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Heidi y su madre pasean hasta una loma desde donde se divisan otras veredas. | Imagen: Elena Bulet

“Acá era”, dice Heidi a los segundos de llegar. Contempla unos unos instantes el paisaje y  recuerda: “Acá era donde enterraban a los muertos. Como se trata de un punto tan alto,  tenían una vista panorámica de todos los movimientos a su alrededor. También disponían  de acceso a la carretera. Aquí estuvo la Fiscalía sacando los cuerpos que había  enterrados”. El terreno ha cambiado mucho desde que lo frecuentaban los paramilitares.  Antes era más boscoso y había plantación. En uno de sus extremos los paramilitares tenían  un tanque con gasolina con el que recargaban los carros.  

 

- Cuando se hicieron los levantamientos, uno no sabía de qué vereda eran esas  personas. Pero es mejor no preguntar, por la seguridad de uno y de la misma  

comunidad —afirma Heidi de manera prudente—.  

- Dios nos guarde de volver a pasar por esa rutina —suspira doña María—.  

 

Heidi recuerda perfectamente el miedo que sufrió al agarrar su maleta para partir carretera  abajo. Aun así, decide contarlo: “Pienso que estas vivencias son las que hacen que la  historia se cuente”. Heidi lo narra con la voluntad de que pueda llegar a más personas y se  den cuenta de lo que pasó, del sacrificio que les ha tocado vivir a las mujeres y de su  empeño por salir adelante: “Que no solamente nos vamos a quedar ahí, sino que podemos  mucho más”. A pesar de los peligros de ser líder social en Colombia, Heidi está dispuesta a luchar por un cambio para las mujeres.

 

Heidi y su madre bajan de la loma, mientras observan las terneras que rondan el campo. Lo  que antes el sol teñía de dorado ahora comienza a arder. “Si le va a servir a alguien contar  lo que me pasó, con gusto lo volvería a hacer porque, aunque fue duro, sé que son cosas  de las que aprendí mucho y si no las hubiera vivido... No seré la más madura, pero no  tendría la madurez que tengo ahorita y la firmeza para salir adelante".

Texto: Elena Bulet

Capítulo VII. Heidi Johanna Rojas 

"Yo era una de las que pensaba que no era necesario que las mujeres se  organizaran (...) Pero en estos momentos me doy cuenta de que sí, de que la unión hace la  fuerza. Y más siendo mujeres".

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